El liderazgo es estudiado por la neurociencia sobre la base de sus investigaciones acerca del cerebro y la mente, complementadas con los aportes de disciplinas varias. Por ejemplo, filosofía, matemáticas, física, química, biología, psicología, sociología, antropología, estadística y muchas de las ciencias médicas. Además de considerar hipótesis teóricas varias sobre el modelado del liderazgo y la gestión de sistemas organizacionales.
El foco del emergente campo del neuroliderazgo es promover comportamientos más efectivos, no solo en lo que se refiere al autoliderazgo de cada uno en función de influir sobre su destino, sino también respecto del liderazgo colectivo en las organizaciones; pues, como lo expresa Bass, B. & Bass, R. (2008) 1 a menudo, se considera el factor más importante en el éxito o fracaso de estas. Y no puede liderar un colectivo, quien no es capaz de liderarse a sí mismo.
Sobre la base de tales investigaciones, los aportes teóricos a los que se refiere la bibliografía actual y mis reflexiones, he llegado a varias conclusiones, entre las que, y a continuación, me permito desarrollar tres en este artículo.
1. La genética no es única y determinante para ser bueno en liderazgo
A través de investigaciones realizadas con gemelos monocigóticos y dicigóticos, se ha demostrado que la genética solo es determinante entre un 24% y un 30%.2 es decir, que se puede aprender a liderar y a mejorar el liderazgo en virtud del principio de la plasticidad cerebral.
La plasticidad cerebral es la capacidad biológica, física y química del cerebro para cambiar, en virtud del poder que tiene para reorganizar y remodelar su estructura y funciones, aunque siempre dentro de ciertos límites.
Según la ley de Hebb3, la plasticidad cerebral puede ser dirigida para liderar con efectividad, lo que se logra a través de la formación y el entrenamiento mental para adquirir una adecuada manera de pensar sobre qué hacer y cómo hacerlo, mindset 4; y fortalecer valiosas competencias en los planos espiritual, moral y ético; físico; mental cognitivo-afectivo y social-relacional.
Así, por ejemplo, entre estas competencias podemos contemplar el desarrollo y puesta en práctica de valores éticos; la adquisición y mantenimiento de hábitos saludables que inciden en la salud psicofísica; el pensamiento racional analítico, el crítico y el intuitivo; la inteligencia y regulación afectiva en emociones, sentimientos y estados de ánimo; la comunicación asertiva; el propósito y foco direccional; la atención, la memorización y la planificación; la resolución de problemas y la toma de decisiones; la gestión del estrés y de la resiliencia, la integración y colaboración en equipo; la creatividad e innovación; la interculturalidad, el coaching ejecutivo y el afrontamiento del cambio.
